Érase una vez Valentín, sacerdote y residente en la antigua Roma. ¿La nueva? No, la antigua. En esa época –siglo III- se adoraban a decenas de dioses y los cristianos estaban peor vistos que mezclar cuadros con rayas. No obstante, había sectores de la Iglesia que no veían motivo para impedir la celebración de la unión en santo matrimonio de los tortolitos de la época. Entre ellos, el bueno de Valentín.
Así que, pese a que estas uniones estaban más prohibidas que otra cosa, se puso casa que te casa, en contra de las órdenes del emperador. Claudio II –que por si no os habíais dado cuenta es el antagonista en esta historia- consideraba que los soldados eran más eficientes solteros que casados, porque aquello de estar enamorado le parecía una pamplina que no hacía más que quitar tiempo para la guerra.
Y todo esto en un momento en el que en la antigua Roma se celebraba un ritual de fertilidad –también llamado Lupercalia- que consistía en golpear a las mujeres con látigos fabricados con pieles de animal. Creían –ya veis qué estupidez- que mejoraba su capacidad de concebir.
Con semejante panorama, Claudio II se enteró de lo que hacía el sacerdote Valentín. Ni corto ni perezoso, el protagonista de la historia quiso cristianizar al emperador –no veáis qué arrojo-. Es entonces cuando el emperador decide procesarlo. El juez del caso, Asterius, tras darle vueltas, decidió poner a prueba al sacerdote y, a modo de burla, le retó a curar la ceguera de su hija. Ante este desafío sideral, nuestro buen amigo Valentín aceptó –ya estáis viendo que no era de achantarse- y obró el milagro. Y, de premio, en un giro inesperado de los acontecimientos, va el intrépido sacerdote y se enamora de la muchacha.
Pese a que el juez Asterius y su familia se convirtieron al cristianismo, no pudieron hacer nada para liberarle de la condena. La víspera de su ejecución, el enamorado le envió una nota de despedida a la joven, firmada con las palabras ‘de tu Valentín’.
San Valentín, mártir de Roma, fue decapitado el 14 de febrero del año 270. Es por eso que, en la actualidad, los que perdemos la cabeza –esta vez en sentido metafórico- por amor, enviamos flores a nuestros enamorados como recuerdo de tan romántica figura.
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